De pueblos y terrores
He estado guardando esto desde que cerró la convocatoria para el tercer número de Pulporama. Sucede que este es el texto que nunca pude enviar (el motivo es una historia larga y trágica, aunque conectada con otra más feliz, que no pude contarles en su momento precisamente porque no tenía conexión a internet), y apenas ahora decido publicarlo de todas formas.
Cuando escuché la expresión "terror rural" lo primero que se me vino a la cabeza fue una historia breve que leí hace no mucho, titulada Largas noches de lluvia y escrita por Marc R. Soto. Se trata de un relato en el que un suicidio en circunstancias misteriosas invita al lector a reunir las piezas del rompecabezas junto al protagonista. Me sorprendió que se me ocurriera esa asociación, porque este no es un cuento de terror; no hay fantasmas ni monstruos (¿o si?), no hay aliens ni duendes. Tan solo humanos ordinarios tratando de comprender un crimen y corregir lo que se ha torcido.
Pero antes que la muerte o las sospechas, entra en escena una peculiar sensación de desasosiego que de una forma u otra está siempre ahí. Algo que no sería posible, o por lo menos no sería lo mismo, si los hechos no se desarrollaran en un pueblo.
No es tan solo el silencio de un bar lo que te hace sentir, en palabras del narrador del relato, "Como si todo a tu alrededor se mantuviera en precario equilibrio y bastara el menor ruido, el menor gesto, el menor movimiento en falso, para que algo comenzara a rodar y te pillara a ti, pobre bobo, en medio". También hay algo de eso en la normalidad aparente de una tarea cotidiana o un lugar familiar.
Y es que, si bien los pueblos parecen apacibles e inmutables al punto de que un paquete inesperado o incluso una buena noticia nos dan la sensación de que algo se rompió, también es cierto que tienen una forma muy suya de aceptar los horrores con resignación y dejar que la vida continúe sin continuar realmente.
Pero no es esa la única peculiaridad de las comunidades pequeñas que Soto aprovecha en su historia, y no es ni de cerca la más explotada en diversas ficciones para provocarnos escalofríos y volvernos receptivos a los giros más oscuros.
¿Cómo no? ¡Es tanto lo que hay para explorar en la esencia de una comunidad aislada de todo! Por ejemplo, el desamparo de saber que la ayuda, si no viene de los pobladores, está fuera del alcance. O la dicotomía de rencores antiguos que coexisten con la certeza de que hay que llevar la fiesta en paz con el vecino.
A veces, a pesar del canto alegre de las aves y los niños que juegan en el bosque tan tranquilos como en el patio de la escuela, entrar a un pueblo es como entrar a una mansión llena de pasadizos y fantasmas.
A menudo el lector puede ver lo que muchas veces es ignorado por los protagonistas: el aire de misterio, el peligro que acecha, las altas probabilidades de que a la hora de pedir auxilio descubras que tú teléfono se quedó sin señal o batería, los secretos que todos conocen pero nadie menciona.
¡Ah, los secretos!
Lo único más difícil que guardar un secreto en un lugar pequeño, es desenterrar los que han sido guardados mucho tiempo. Cualquier protagonista extranjero, joven, o incluso poco conversador, se encontrará perdido en un océano de silencio colectivo.
Aprendemos a esperar que la tragedia y el misterio se conviertan en tema de conversación, así que presentimos que hay algo escalofriante en la ausencia de rumores. Cuando no hay teorías ni chismes al respecto, sabemos que algo más grande, quizá algo peligroso, está cociéndose. Eso que antes parecía apacible, empieza a oler como una trampa mortal. La inmutabilidad ya no es certeza, sino un atolladero.
Y eso es tan solo en lo que respecta a las personas y la historia de un pueblo. El misterio de la ropa tendida en la cuerda del medio, esa que todos sabemos que se usa y se ensucia, "pero aún así no tenemos por qué ver la de los demás". Hay mucho más que eso, en cada familia o en cada pueblo remoto.
Pero si me pongo a hablar del silencio nocturno que deja escuchar todo, los terrenos vacíos con oro de fantasmas, las leyendas locales y las evidencias que arrastra el río más cercano, voy a perder de vista lo que quería contarles sobre esa historia que sin tener el objetivo de asustar, te lleva a un mundo que te pone nervioso, por decir poco.
Es difícil decidir si mi parte favorita fue el aire personal que tiene la narración, la forma en que enfoca cada tema justo así, desde la perspectiva humana de un sólo individuo, pero al mismo tiempo atendiendo a la imagen completa. Después de todo, la intriga, la investigación, y las pequeñas pistas ocultas en los detalles más sencillos.... esas cosas me encantan y están muy bien usadas en esta historia en particular.
Que bien se combina todo eso con el escenario en que se desarrolla la historia. Me pregunto si el autor eligió cada palabra para lograr el efecto emocional, o sí es algo que ocurrió como efecto colateral del thriller bien contado. De un modo u otro, la sensación está ahí; no esperas a un monstruo, ni siquiera a un simple humano desesperado por silenciar testigos, pero sabes que algo no está bien.
Es similar al instinto de salir de un edificio o cambiarte de calle al caminar. Es fácil de explicar si escuchas gritos de dolor o de miedo en los alrededores, si algo se mueve en las sombras o si la luz parece traicionera. Podemos evadir el problema, o acercarnos y confirmar que no lo hay. No tenemos ninguna de esas opciones cuando la vida (o la muerte) transcurre normalmente.
También hay un recurso completamente opuesto, que consiste en convencer al lector y los protagonistas de que todo está bien. No hay delincuencia y entre los pobladores se echan la mano según se necesite. ¿Qué podría salir mal? Cuando la respuesta llega, es demasiado tarde.
Una vez más, divago. En la mente es tan fácil perderse como en un pueblo sin señalización. Vivir ahí no basta para orientarte. No basta para ser parte.
¿Y entonces, qué hace falta para serlo?
Creo que lo sabes. Cómo yo presentía, después de cierto punto, lo que dejarían esas largas noches de lluvia.
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